29
Miré el reloj cuando
acabé con la plancha. Las seis y veinte. La vestimenta estaba
lista; ya sólo faltaba que me adecentara yo.
Me sumergí en el baño
y dejé la mente en blanco. Ya llegarían los nervios cuando el
evento estuviera más cerca; de momento, merecía un descanso: un
descanso de agua caliente y espuma de jabón. Noté cómo se relajaba
mi cuerpo cansado, cómo los dedos hartos de coser desentumecían su
rigidez y las cervicales se destensaban. Empecé a adormilarme, el
mundo pareció derretirse dentro de la porcelana de la bañera. No
recordaba un momento tan placentero en meses, pero la agradable
sensación duró muy poco: la interrumpió la puerta del cuarto de
baño al abrirse de par en par sin la menor ceremonia.
-Pero ¿en qué estás
pensando, muchacha? -clamó Candelaria arrebatada-. Son más de las
seis y media, y tú sigues en remojo como los garbanzos; ¡que no te
va a dar tiempo, chiquilla!, ¿a qué hora tienes pensado empezar a
componerte?
La matutera traía
consigo lo que ella consideró el equipo de emergencia
imprescindible: su comadre Remedios la peinadora y Angelita, una
vecina de la pensión con arte para la manicura. Un rato antes yo
había mandado a Jamila a comprar unas horquillas a La Luneta; se
cruzó con Candelaria por el camino y así supo ella que yo había
estado mucho más preocupada por la ropa de las clientas que por la
mía y apenas había tenido un minuto libre para prepararme.
-Arreando, morena;
sal para afuera de la tina, que tenemos mucha faena por delante y
andamos de tiempo la mar de justitas.
Me dejé hacer, habría
sido imposible luchar contra aquel ciclón. Y, por supuesto,
agradecí en el alma su ayuda: apenas quedaban tres cuartos de hora
para la llegada del periodista y yo aún seguía, en palabras de la
matutera, hecha un escobón. La actividad comenzó apenas conseguí
enrollarme la toalla alrededor del cuerpo.
La vecina Angelita se
concentró en mis manos, en frotarlas con aceite, quitar asperezas y
limar las uñas. La comadre Remedios se encargó entretanto del pelo.
Anticipándome a la falta de tiempo, me lo había lavado por la
mañana; lo que en ese momento necesitaba era un peinado decente.
Candelaria se dedicó a hacer de asistente a ambas, tendiendo pinzas
y tijeras, bigudíes y pedazos de algodón mientras, sin parar de
hablar, nos ponía al tanto acerca de los últimos comentarios que
sobre Serrano Suñer circulaban por Tetuán. Había llegado él dos
días atrás y de la mano de Beigbeder recorrió todos los sitios y
visitó a todos los personajes relevantes del norte de África: de
Alcazarquivir a Xauen y después a Dar Riffien, del jalifa al gran
visir. Yo no había visto a Rosalinda desde la semana anterior; las
noticias, no obstante, circulaban de boca en boca.
-Cuentan que ayer
tuvieron en Ketama una comida moruna entre los pinos, sentados en
alfombras sobre el suelo. Dicen que al cuñadísimo casi le da un
perrendengue cuando vio que todos comían con los dedos; el hombre
no sabía cómo llevarse el cuscús a la boca sin que se le cayera la
mitad por el camino…
-… y el alto
comisario estaba encantado de la vida, haciendo de gran anfitrión y
fumando un puro detrás de otro -añadió una voz desde la puerta. La
de Félix, obviamente.
-¿Qué haces tú aquí a
estas horas? -pregunté sorprendida. El paseo de la tarde con su
madre era sagrado, más aún aquel día en el que toda la ciudad
andaba echada a la calle. Con el pulgar dirigido hacia la boca,
hizo un gesto ilustrativo: doña Elvira estaba en casa,
convenientemente borracha antes de tiempo.
-Ya que me vas a
abandonar esta noche por un periodista advenedizo, al menos no
quería perderme los preparativos. ¿Puedo ayudar en algo,
señoras?
-¿Usted no es el que
pinta divinamente? -le preguntó Candelaria de sopetón. Los dos
sabían quién era cada cual, pero nunca antes habían hablado entre
ellos.
-Como el mismísimo
Murillo.
-Pues a ver qué tal
se le da hacerle a la niña los ojos -dijo tendiéndole un estuche de
cosméticos que nunca supe de dónde sacó.
Félix jamás había
maquillado a nadie en su vida, pero no se achicó. Todo lo
contrario: recibió la orden de la matutera como un regalo y, tras
consultar las fotografías de un par de números de Vanity Fair en busca de inspiración, se volcó en mi
cara como si yo fuera un lienzo.
A las siete y cuarto
seguía envuelta en la toalla con los brazos estirados, mientras
Candelaria y la vecina se esforzaban por secar a soplidos el barniz
de las uñas. A las siete y veinte Félix terminó de repasarme las
cejas con los pulgares. A y veinticinco me colocó Remedios en el
pelo la última horquilla y, apenas unos segundos después, llegó
Jamila corriendo como una loca desde el balcón, anunciando a gritos
que mi acompañante acababa de aparecer por la esquina de la
calle.
-Y ahora, ya sólo
faltan un par de cosillas -anunció entonces mi socia.
-Todo está perfecto,
Candelaria: no hay tiempo para más -dije avanzando medio desnuda en
busca del traje.
-Ni hablar -advirtió
a mi espalda.
-Que no me puedo
parar, Candelaria, de verdad… -insistí nerviosa.
-Calla y mira he
dicho -ordenó agarrándome por un brazo en medio del pasillo. Me
tendió entonces un paquete plano envuelto en papel arrugado.
Lo abrí con prisa:
supe que no podía seguir negándome porque tenía todas las de
perder.
-¡Dios mío,
Candelaria, no me lo puedo creer! -dije desdoblando unas medias de
seda-. ¿Cómo las ha conseguido, si me había dicho que no se
encuentra un par desde hace meses?
-Cállate ya de una
vez y abre éste ahora -dijo frenando mi agradecimiento y
entregándome otro paquete.
Bajo el burdo papel
del envoltorio encontré un hermoso objeto de concha brillante con
un borde dorado.
-Es una polvera
-aclaró con orgullo-. Para que te empolves la nariz bien empolvada,
a ver si vas a ser tú menos que las señoronas importantes con las
que te vas a codear.
-Es preciosa -susurré
acariciando su superficie. La abrí entonces: en su interior
contenía una pastilla de polvos compactos, un pequeño espejo y una
borla blanca de algodón-. Muchas gracias, Candelaria. No tendría
que haberse molestado, bastante ha hecho ya por mí…
No pude hablar más
por dos razones: porque estaba a punto de echarme a llorar y porque
en ese mismo instante, llamaron a la puerta. El timbrazo me hizo
reaccionar, no había tiempo para sentimentalismos.
-Jamila, abre volando
-ordené-. Félix, tráeme la combinación de encima de la cama;
Candelaria, ayúdeme con las medias, a ver si con las prisas voy a
hacerme una carrera. Remedios, coja usted los zapatos; Angelita,
corra la cortina del pasillo. Vamos, al taller todos, que no se nos
oiga.
Con la seda cruda me
cosí finalmente un dos piezas de grandes solapas, con cintura
ceñida y falda evasé. Ante la carencia de joyas, por todo
complemento llevaba junto al hombro una flor de tela color tabaco,
a juego con los zapatos con tacón de vértigo que me había forrado
un zapatero de la morería. Remedios había logrado convertir mi
melena en un elegante moño destensado que enmarcaba con gracia el
espontáneo trabajo de Félix como maquillador. A pesar de su
inexperiencia, el resultado fue espléndido: me llenó de alegría los
ojos y de carnosidad los labios, arrancó luz de mi cara
cansada.
Me vistieron entre
todos, me calzaron, retocaron el peinado y el rouge. No tuve tiempo para mirarme siquiera en el
espejo; apenas supe que estaba lista, salí al pasillo y lo recorrí
apresurada sosteniéndome sobre las puntas de los zapatos. Al llegar
a la entrada frené y, simulando un ritmo sosegado, entré al salón.
Marcus Logan estaba de espaldas, contemplando la calle tras uno de
los balcones. Se giró al oír mis pasos sobre las baldosas.
Habían pasado nueve
días desde nuestro último encuentro y a lo largo de ellos debieron
de ir quedando desmenuzados los despojos de los achaques con los
que el periodista llegó. Me esperaba con la mano izquierda en el
bolsillo de un traje oscuro, ya no había cabestrillo. En su rostro
apenas quedaban ya más que unas cuantas señales de lo que tiempo
atrás fueron heridas sangrantes, y su piel había absorbido el sol
de Marruecos hasta adquirir un color tostado que contrastaba
fuertemente con el blanco impoluto de la camisa. Se mantenía
erguido sin aparente esfuerzo, los hombros firmes, la espalda
recta. Sonrió al verme, no le costó trabajo
aquella vez estirar los labios hacia ambos lados de la cara.
-El cuñadísimo no va
a querer volver a Burgos después de verla esta noche -fue su
saludo.
Intenté replicar con
alguna frase igualmente ingeniosa, pero me distrajo una voz a mi
espalda.
-Menudo bombón, nena
-sentenció Félix con un ronco susurro desde su escondite en la
entrada.
Disimulé la
risa.
-¿Nos vamos? -dije
tan sólo.
Tampoco tuvo él
opción a contestar: en el mismo momento en que iba a hacerlo, una
presencia arrolladura invadió el espacio.
-Un momentillo, don
Marcos -requirió la matutera alzando la mano como si pidiera
audiencia-. Un consejito nada más quiero darle antes de que se
vayan, si usted me lo permite.
Me miró Logan un
tanto desconcertado.
-Es una amiga
-aclaré.
-En ese caso, dígame
lo que quiera.
Candelaria se acercó
a él entonces y comenzó a hablarle mientras simulaba eliminar
alguna pelusa inexistente de la pechera de la chaqueta del recién
llegado.
-Ándese con ojo,
plumilla, que esta criatura lleva ya muchas fatiguitas en la chepa.
A ver si va a venir usted a camelársela con sus aires de forastero
con parné, y al cabo me la va a hacer de sufrir, porque como se
venga arriba y se le ocurra machacarla nada más que una miajita,
aquí mi primo el bujarrón y yo hacemos un encarguito en un amén, y
una noche de éstas igual le sacan una faca por cualquier calle de
la morería y le dejan el lado bueno de la jeta como el pellejo de
un guarrillo, marcadito para los restos, ¿le ha quedado claro, mi
alma?
El periodista fue
incapaz de replicar: afortunadamente, a pesar de su impecable
español, apenas había logrado entender una palabra del amenazante
discurso de mi socia.
-¿Qué ha dicho?
-preguntó volviéndose a mí con gesto contuso.
-Nada importante.
Vámonos, se nos está haciendo tarde.
A duras penas pude
disimular mi orgullo mientras salíamos. No por mi aspecto; tampoco
por el hombre atractivo que llevaba al lado ni por el insigne
evento que nos esperaba esa noche, sino por el afecto sin fisuras
de los amigos que dejaba detrás.
Las calles estaban
engalanadas con banderas rojas y gualdas; había guirnaldas,
carteles saludando al ilustre invitado y ensalzando la figura de su
cuñado. Centenares de almas árabes y españolas se movían con prisa
sin aparente rumbo fijo. Los balcones, adornados con los colores
nacionales, estaban llenos de gente, las azoteas también. Los
jóvenes aparecían encaramados en los sitios más inverosímiles -los
postes, las rejas, las farolas- buscando el mejor puesto para
presenciar lo que por allí iba a transcurrir; las muchachas andaban
agarradas del brazo con los labios recién pintados. Los niños
corrían en manadas, cruzando zigzagueantes en todas direcciones.
Los chiquillos españoles iban repeinados y oliendo a colonia, con
sus corbatitas ellos, con lazos de raso las niñas en las puntas de
las trenzas; los moritos llevaban sus chilabas y sus tarbush,
muchos andaban descalzos, otros no.
A medida que
avanzábamos hacia la plaza de España, la masa de cuerpos se hizo
más densa, las voces más altas. Hacía calor y la luz era aún
intensa; comenzó a oírse una banda de música afinando los
instrumentos. Habían instalado gradas de madera portátiles; hasta
el último milímetro de espacio estaba ya ocupado. Marcus Logan
necesitó mostrar varias veces su invitación para que pudieran
abrirnos paso a través de las barreras de seguridad que separaban
el gentío de las zonas por las que habrían de transitar las
autoridades. Apenas hablamos durante el trayecto: el bullicio y los
constantes quiebros para superar los obstáculos impidieron
cualquier conversación. A veces tuve que agarrarme con fuerza a su
brazo a fin de que la turba no nos separara; en otras ocasiones
tuvo que ser él quien me sujetara por los hombros para que no me
tragara el bullicio voraz. Tardamos en llegar, pero lo conseguimos.
Un retortijón se me agarró a la boca del estómago al atravesar el
portón enrejado que daba acceso a la Alta Comisaría, preferí no
pensar.
Varios soldados
árabes custodiaban la entrada, imponentes en su uniforme de gala,
con grandes turbantes y las capas al viento. Atravesamos el jardín
aderezado con banderas y estandartes, un ayudante nos dirigió hasta
un abultado grupo de invitados que esperaba el comienzo del acto
bajo los toldos blancos colocados para la ocasión. A su sombra
aguardaban gorras de plato, guantes y perlas, corbatas, abanicos,
camisas azules bajo chaquetas blancas con el escudo de Falange
bordado en la pechera, y un buen puñado de modelos cosidos pespunte
a pespunte por mis manos. Saludé con gestos discretos a varias
clientas, fingí no notar algunas miradas y cuchicheos disimulados
que recibimos desde varios flancos -quién es ella, quién es él, leí
en el movimiento de algunos labios-. Reconocí más rostros: muchos
de ellos tan sólo los había visto en las fotografías que Félix me
mostró en los días anteriores; con algún otro, en cambio, me unía
un contacto más personal. El comisario Vázquez, por ejemplo, que
disimuló con maestría su incredulidad al encontrarme en aquel
escenario.
-Vaya, qué grata
sorpresa -dijo mientras se desprendía de un grupo y se acercaba a
nosotros.
-Buenas tardes, don
Claudio. -Me esforcé por sonar natural, no sé si lo logré-. Me
alegro de verle.
-¿Seguro? -preguntó
con un gesto irónico.
No pude responder
porque, ante mi estupor, acto seguido saludó a mi
acompañante.
-Buenas tardes, señor
Logan. Le veo ya muy aclimatado a la vida local.
-El comisario me
requirió en su oficina nada más llegar a Tetuán -me aclaró el
periodista mientras se estrechaban la mano-. Formalidades de
extranjería.
-De momento, no es
sospechoso de nada, pero infórmeme si ve en él algo raro -bromeó el
comisario-. Y usted, Logan, cuídeme a la señorita Quiroga, que ha
pasado un año muy duro trabajando sin parar.
Dejamos al comisario
y continuamos avanzando. El periodista se mostró en todo momento
relajado y atento, y yo me esforcé para que no apreciara la
sensación de pez fuera del agua en la que me mantenía. Tampoco él
conocía a casi nadie, pero eso no parecía
incomodarle en absoluto: se desenvolvía con aplomo, con una
seguridad envidiable que probablemente fuera fruto de su oficio.
Rescatando las enseñanzas de Félix, le indiqué con disimulo quiénes
eran algunos de los invitados: aquel señor de oscuro es José
Ignacio Toledano, un judío rico director de la banca Hassan; la
señora tan elegante del tocado de plumas que fuma con boquilla es
la duquesa de Guisa, una noble francesa que vive en Larache; el
hombre corpulento al que le están rellenando la copa es Mariano
Bertuchi, el pintor. Todo transcurrió según el protocolo previsto.
Llegaron más invitados, después lo hicieron las autoridades civiles
españolas y a continuación las militares; las marroquíes después
con sus ropajes exóticos. Desde la frescura del jardín oímos el
clamor de la calle, los gritos, los vítores y aplausos. Ya ha
llegado, ya está aquí, se oyó decir repetidamente. Pero el
homenajeado aún tardó en hacerse ver: antes dedicó un rato a la
masa, a dejarse aclamar como un torero o una de las artistas
americanas que tanto fascinaban a mi vecino.
Y, al fin, apareció
el esperado, el deseado, el cuñado del Caudillo, arriba España.
Enfundado en un terno negro, serio, envarado, delgadísimo y
tremendamente guapo con su pelo casi blanco peinado hacia atrás;
impasible el ademán, como decía el himno de Falange, con aquellos
ojos de gato listo y los treinta y siete años algo avejentados que
entonces portaba.
Yo debía de ser una
de las pocas personas que no sentían la menor curiosidad por verle
de cerca o estrechar su mano y, aun así, no dejé de mirar en su
dirección. No era Serrano, sin embargo, quien me interesaba, sino
alguien que estaba muy cerca de él y a quien yo aún no conocía en
persona: Juan Luis Beigbeder. El amante de mi clienta y amiga
resultó ser un hombre alto, delgado sin exceso, rondando los
cincuenta. Llevaba un uniforme de gala con un ancho fajín ceñido a
la cintura, gorra de plato y un bastón ligero, una especie de
fusta. Tenía la nariz delgada y prominente: debajo, un bigote
oscuro; sobre ella, gafas de montura redonda, dos círculos
perfectos tras los cuales se vislumbraban un par de ojos
inteligentes que seguían todo lo que a su alrededor acontecía. Me
pareció un hombre peculiar, quizá un tanto pintoresco. A pesar de
su atuendo, no tenía en absoluto una prestancia marcial: lejos de
ello, había en su actitud algo un poco teatral que, sin embargo, no
parecía fingido: sus gestos eran refinados y opulentos a un tiempo,
su risa expansiva, la voz rápida y sonora. Se movía de un sitio a
otro sin parar, saludaba con efusión repartiendo abrazos, palmadas
en la espalda y prolongados choques de manos; sonreía y hablaba con
unos y otros, moros, cristianos, hebreos, y vuelta a empezar. Tal
vez en sus ratos libres sacara a pasear al romántico intelectual
que según Rosalinda llevaba dentro pero, en aquel momento, lo único
que desplegó ante la audiencia fueron unas dotes inmensas para las
relaciones públicas.
Parecía tener
amarrado a Serrano Suñer con una cuerda invisible; a veces permitía
que se alejara un tanto, le daba una cierta libertad de movimientos
para que saludara y departiera por su cuenta, para que se dejara
adular. Al minuto, sin embargo, recogía el carrete y lo arrastraba
de nuevo a su cercanía: le explicaba algo, le presentaba a alguien,
le echaba el brazo sobre los hombros, volcaba una frase en su oído,
soltaba una carcajada y volvía a dejarle ir.
Busqué a Rosalinda
repetidamente, pero no la encontré. Ni al lado de su querido Juan
Luis, ni lejos de él.
-¿Ha visto por algún
sitio a la señora Fox? -pregunté a Logan cuando terminó de cruzar
unas palabras en inglés con alguien de Tánger que me presentó y
cuyo nombre y cargo olvidé al instante.
-No, no la he visto
-replicó simplemente mientras concentraba la atención en el grupo
que en ese momento se estaba formando alrededor de Serrano-. ¿Sabe
quiénes son? -dijo señalándolos con un discreto movimiento de
barbilla.
-Los alemanes
-respondí.
Allí estaban la
exigente Frau Langenheim embutida en el formidable traje de
shantung violeta que yo le había cosido; Frau Heinz, que había sido
mi primera clienta, vestida de blanco y negro como un arlequín; la
señora de Bernhardt, que tenía acento argentino y aquella vez no
estrenaba atuendo, y alguna más a la que no conocía. Todas
acompañadas de sus esposos, todos agasajando al cuñadísimo mientras
él se deshacía en sonrisas en medio del grupo compacto de germanos.
Aquella vez, sin embargo, Beigbeder no interrumpió la charla y le
dejó mantenerse en escena por sí mismo un tiempo prolongado.